En un mundo que exige a los objetos narrativas meticulosamente construidas y embajadores de marca que certifiquen su valía, llevar un reloj como este es casi un acto de resistencia. Sin registros que lo nombren ni historia oficial que lo respalde, lo único que permanece es el objeto mismo: un reloj de cuerda, con caja de acero, esfera plateada, indicadores geométricos y el discreto logotipo de una casa suiza que, al parecer, el tiempo olvidó.
Desarrollado a comienzos de los años cincuenta por uno de los fabricantes de movimientos más prolíficos de Suiza, en su interior late un calibre manual de 17 rubíes, referencia A.S. 1021, fruto de una época en la que la estandarización de los procesos industriales permitió a decenas de marcas independientes ofrecer relojes de calidad bajo la consigna Swiss Made.
La caja, de proporciones contenidas, resume la sobriedad funcional de aquellos años: nada era capricho. Sobre ella se abre una esfera grisácea que el tiempo ha sabido matizar con tonos cálidos, donde manecillas tipo dauphine conviven con numerales palo seco y una secuencia de círculos y triángulos que otorgan al conjunto un lenguaje visual singular. Todo se articula en torno a una escala perimetral de minutos, rematada por un segundero azulado, fruto de una antigua técnica de oxidación por calor que añade un gesto de refinamiento a un instrumento pensado para la vida diaria.
Pero la historia de este reloj no se entiende solo a partir de sus detalles, sino también en lo que revela la poca información que hoy puede encontrarse sobre él. Como tantas otras marcas, Centra quedó atrapada en la gran transformación de la relojería suiza en los años setenta: la crisis del cuarzo. Esa irrupción borró del mapa a cientos de fabricantes independientes que no podían competir con la precisión, el bajo costo y la producción masiva de esa nueva generación de relojes, y muchas desaparecieron sin dejar rastro.
Lo que queda es un reloj como este: huérfano de relato oficial. Su memoria descansa en la pátina de las manecillas y en el azul discreto de un segundero que aún se mueve con sorprendente precisión. Es testimonio de un capítulo olvidado, un objeto que resiste el paso del tiempo no gracias al mercadeo, sino a su férrea construcción. Quizá allí radique su mayor valor: en un mundo saturado de marcas devenidas en símbolos de estatus, el encanto de esta pieza está en su anonimato, en recordarnos que la relojería fue también un universo más sencillo, hecho de objetos elaborados con técnica y dedicación, pero con un solo propósito: dar la hora.
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